martes, 22 de abril de 2008

La decadencia del hombre en la cultura moderna/ Tercera parte

Por George Clarke Paliza.

4. Eugenesia y medicina

Francis Galton introdujo en 1883 el término eugenesia para referirse a una práctica que favorece la reproducción selectiva de los mejores miembros de la sociedad. Galton estaba convencido de que las cualidades físicas e intelectuales, e incluso morales, se heredaban, y si la eugenesia ya se practicaba con éxito en la cría de animales domésticos no debería haber razón alguna para impedir que se haga con seres humanos si el resultado es la supervivencia de individuos mejor dotados física e intelectualmente. Galton creía que la eugenesia, aunque siendo una selección artificial, era una forma de acelerar la selección natural.

Lo curioso de la eugenesia galtoniana era que ciertas conductas asociales como la delincuencia y la mendicidad eran equiparadas a patologías como la locura intentando con esto probar que tanto la locura como la delincuencia son estados heredables. Actualmente, nadie creería que la delincuencia está fundada en «genes delictivos» sino que debe su origen a una intervención socialmente desfavorable del entorno. Para Galton, los locos y los delincuentes no tenían curación porque sus males son heredados, es decir, genéticos.

La eugenesia negativa (esterilización de los retrasados mentales, locos, enfermos y débiles) se puso en práctica a comienzos del siglo XX y tuvo cierto auge hasta que los nazis lo usaron con fines abiertamente racistas para intentar propagar la raza aria; pero su desconocimiento genético sólo provocó consecuencias contrarias pues la eugenesia positiva que practicaban favorecía el cruce entre individuos del mismo grupo étnico que tenía como consecuencia mayores posibilidades de heredar el mismo lastre genético (mutaciones que causan enfermedades); y la eugenesia negativa tampoco era eficaz porque las mutaciones podrían suceder en cualquier persona sea enferma o sana1.

Sin embargo, hay que reconocer que la eugenesia negativa debe tener cierta efectividad, pues es mucho más probable que una persona enferma transmita sus genes enfermos a que una persona sana transmita genes mutados que luego causarán enfermedades similares. Las posibilidades de desarrollar un cáncer son mayores para una persona si su padre o madre también ha sufrido dicha enfermedad. Por otra parte, como explica María Isabel Tejada, la medicina tendría un efecto inverso al tratamiento eugenésico permitiendo la supervivencia y reproducción de los individuos que cargan genes defectuosos2.

La medicina tiene como objeto y obligación intentar curar y salvar la vida de una persona sin importar si sus esperanzas de vida son altas o bajas. Frente a esta realidad, a la genética médica no le queda otra alternativa que intentar localizar los genes que ocasionan enfermedades letales y si es posible erradicarlos, y así evitar su multiplicación. La medicina tiene efectos disgenésicos sólo en la cura de enfermedades letales, pues la mortalidad sin asistencia médica significa el funcionamiento de la selección natural que al eliminar al individuo ha dictaminado que sus genes no están aptos para aportarlos a la especie. Las grandes plagas europeas mataron a millones de personas pero cierto número de ellas tenían defensas naturales contra la enfermedad y lograron sobrevivir, dichas personas fueron seleccionadas para sobrevivir. Tal como afirma Michael Ruse, la asistencia médica está alterando irreparablemente el curso de la selección natural1. Por otro lado, al parecer, la manera más sencilla de evitar que un gen enfermo se multiplique sería impedir la reproducción de su portador pero localizar el gen a tiempo no es tan sencillo2.

El Proyecto Genoma Humano, completado a nivel borrador en el año 2000, pretende ser un mapa genético para la futura detección y eliminación de enfermedades hereditarias. Actualmente, se trabaja en la detección de los genes que causan enfermedades pero al menos hasta el año 1995 sólo se había logrado detectar un 2% del total de enfermedades1. Aunque parece haber esperanza de neutralizar genes defectuosos en un futuro no tan lejano, la inevitable posibilidad de mutaciones genéticas al azar impide un trabajo de eliminación definitiva2. Como en el caso de la rara enfermedad genética de la fibrosis quística del páncreas, los avances de la genética médica tienen sus paradojas. La medicina salva los portadores de esta enfermedad que sin asistencia tendrían que morir, no los cura, pero los deja vivir sólo para que al reproducirse transmitan sus genes enfermos a un mayor número de personas logrando que la enfermedad se expanda en vez de disminuir3.

El caso muestra que la intervención médica es claramente disgenésica; si la enfermedad ataca principalmente a los niños ─individuos que mueren antes de reproducirse─, entonces es una enfermedad que por selección natural tendería a desaparecer. Salvar a sus portadores sólo ocasiona su expansión. Hay que remarcar aquí que el peligro para la herencia genética es previsible; si la selección natural tiende a eliminar aquellos caracteres que ofrecen menores ventajas y con ello garantiza la buena salud de la especie; y si por el contrario, la medicina impide que los individuos enfermos sean eliminados según el mecanismo natural, entonces sus genes defectuosos no serán reconocidos como malos y con el tiempo lograrán fijarse en la herencia genética transmitidos regularmente como un genes aparentemente normales.

El resultado de este engaño a la selección natural será una propensión a heredar una estructura genética con mayor carga defectuosa creando con ello seres humanos débiles e envilecidos. Conviene mencionar ahora la distinción que John Harris hace entre operaciones médicas somáticas y germinales1. Las operaciones en la línea somática son las que actúan sólo sobre el individuo enfermo, el tratamiento médico no repercutirá en su descendencia génica, por lo tanto, el efecto médico es de una sola generación. En cambio, las operaciones en la línea germinal afectan al gen del individuo y su posible descendencia, por lo tanto implica un cambio radical e irreversible. Modificar un organismo desde la línea germinal significa la creación de nuevas líneas evolutivas, es decir, la creación de especies nuevas.

Por otro lado, David Suzuki y Peter Knudtson consideran que las operaciones en la línea germinal deberían evitarse pues lo que se define como un gen «bueno» o «malo» es ambiguo y depende de las condiciones ambientales y culturales de determinada situación histórica; introducir modificaciones irreversibles en el genoma humano es demasiada responsabilidad y sus consecuencias ─como un posible desequilibrio en la complicada dialéctica genética─, son impredecibles. Aún no sabemos qué influencia indirecta tienen los genes considerados ahora «malos» y erradicarlos podría traer consecuencias irreparables. Los autores mencionados proponen al respecto el siguiente principio genético: «La manipulación génica de las células somáticas puede caer en el ámbito de la decisión personal; la manipulación de las células germinales humanas, no.

La terapia que incide sobre células germinales, sin que medie el consentimiento de todos los miembros de la sociedad, debería estar explícitamente prohibida».1 Pero la prohibición que sugieren Suzuki y Knudtson no sólo está basada en razones éticas y filosóficas; los autores argumentan que investigaciones recientes han descubierto que un gen considerado malo puede tener una influencia indirecta positiva para combatir otras enfermedades. Por lo tanto, si aún no sabemos como está articulado el equilibrio genético entre «buenos» y «malos», es muy peligroso intentar erradicar los genes malos de raíz, podríamos causar un desastre genético.1

5. El retorno al orden natural

Muchos autores ya han denunciado el peligro que corre la especie humana sometida a la actual falta de selección, pero si el tema es poco tratado es porque evidentemente es un tema espinoso e incómodo, pues si alguien se atreve a poner en duda la política actual de no discriminación, es tachado inmediatamente de racista, intolerante y antidemocrático (y otras cosas peores); calificaciones feas, políticamente incorrectas, y además equivocadas. Pero la advertencia que se hace va más allá de esas objeciones, todas éstas provenientes de la actual política de igualdad, que en términos científicos y evolutivos son indiscutiblemente incorrectas y perjudiciales. ¿Qué se puede hacer para evitar que los efectos de la política de igualdad siga anulando un proceso que tiene ya millones de años en marcha? La solución no parece ser nada fácil, pero podría deducirse a partir de un análisis de la información expuesta en las páginas anteriores. En principio, parece inevitablemente necesario un retorno al orden natural. El retorno al orden natural nos obliga, en algún sentido, a regresar al mundo hobbesiano del «todos contra todos».

La libre competencia, donde los más fuertes e inteligentes vencerán a los débiles y a los necios, deberá ser reinstaurada. A primera vista, dicha propuesta podría escandalizar, pero ello se debe a que estamos demasiado acostumbrados al sentimentalismo y sobre protección de la sociedad actual. Y ahora consideremos la posible réplica de los defensores del principio de igualdad: si alguien puede ser favorecido por el ambiente (y la persona es al mismo tiempo un producto del ambiente) es porque el ambiente no da las mismas oportunidades a todos, ─considerando que el ser humano modifica activamente su ambiente mediante la cultura─, entonces, si hay diferencias, es porque el modelo cultural es injusto y perverso.

El argumento supone que si el ambiente tratase a todos por igual, eventualmente ello favorecería la igualdad evolutiva entre individuos; pero aún si este fuese el caso, dicha igualdad significaría un estancamiento en la evolución1, nivelar a todos evolutivamente no significa hacerlos mejores, la mejoría sólo puede partir de una desigualdad inicial y necesaria. La uniformidad evolutiva y social sólo podría conducir a la mediocridad.

Si bien este estudio se ha dirigido más a los aspectos físicos, alertando que la supervivencia de los débiles y enfermos deteriora la herencia genética, es evidente que dicha falta de selectividad va paralela a la transmisión de la degeneración intelectual. La sobre protección de la sociedad moderna ya no favorece a los individuos con mayor capacidad intelectual, creativa e imaginativa; cualquier persona con una inteligencia tosca puede «triunfar» en la sociedad actual. La falta de competitividad y selección causa, en términos evolutivos, un estancamiento del desarrollo de las capacidades intelectuales, ya que si el ambiente no exige y pone a prueba nuevos retos las posibles mutaciones favorables no serán asimiladas.

En pocas palabras, un mundo sin dificultades ni retos sólo favorecerá la mediocridad. Si los enfermos y los débiles se siguen reproduciendo sin limitación alguna, amparados, además, por una vida cada vez más cómoda; ni las personas más sanas ni las más inteligentes serán favorecidas.

Asimismo, los avances de la tecnología y sus efectos en la vida diaria hacen que cualquier necesidad sea satisfecha mediante medios que no requieren destreza alguna. Es un mundo controlado por el mando a distancia. La mayor parte de nuestras necesidades básicas son resueltas por otros mediante el intercambio de dinero. La creatividad personal tiene poca cabida en un mundo limitado por la división del trabajo donde cada persona se dedica exclusivamente a una sola actividad mecánica y repetitiva.

El individuo actual es un consumidor pasivo, sólo necesita tocar un botón ─o la billetera─ para que otros resuelvan sus problemas. La genética médica ha intentado frenar los efectos disgenésicos de la medicina mediante la creación de un Consejo Genético a parejas que voluntariamente quisieran conocer el estado de sus genes antes de reproducirse. En el caso de que las probabilidades de heredar una enfermedad genética grave sean altas, se aconsejará a las parejas que desistan de sus intenciones reproductivas; aunque sería sólo un consejo, no una prohibición.

Las leyes actuales no pueden negar a nadie su derecho a la reproducción, así que considerando las pocas parejas que se acercan voluntariamente a un chequeo genético y de éstas las que renuncien a reproducirse por el bien de la especie, las posibilidades de una selección genética preventiva son prácticamente nulas. La eugenesia negativa que se practicaba en las culturas primitivas era posible porque los padres pensaban en el bien del grupo humano al que pertenecían y sabían que un hijo débil y enfermo sería una carga y no una ayuda para la comunidad. Existía una conciencia existencial de grupo semejante al de una colonia de hormigas.

El hombre civilizado actual; alienado, fragmentado, no se siente comprometido con su sociedad genéticamente, vive una existencia individual y egoísta; sería muy raro que voluntariamente sacrifique su descendencia por algo tan abstracto como el bien evolutivo. Además, recordando a Dawkins, los genes son egoístas y sólo buscan su reproducción a través de los cuerpos individuales; este egoísmo impedirá cualquier sacrificio por el bien de genes ajenos.

Teóricamente, como explican Suzuki y Knudtson1, la manera de neutralizar un gen defectuoso que genera enfermedades hereditarias sería retirarlo del cuerpo afectado, pero además habría que retirarlo de todos los portadores que aún no han desarrollado los síntomas detectables de la enfermedad, para esto se necesitaría hacer un sondeo genético de toda la población, tarea prácticamente imposible por sus costos logísticos y económicos; pero aún en el caso de que esto pudiese hacerse los resultados tampoco serían definitivos, pues la ocurrencia de mutaciones azarosas es imposible de predecir y evitar.

En el caso hipotético de que una población determinada acepte adoptar prácticas eugenésicas buscando erradicar males genéticos, sus efectos sólo serían palpables después de varias generaciones, y mientras tanto, la selección sólo funcionaría eficazmente si dicha población permanece aislada evitando la reproducción con individuos genéticamente promiscuos ajenos al grupo. Como en el caso de la fibrosis quística del páncreas, la intervención médica que intenta salvar vidas individuales a veces tiene como costo el paradójico efecto de permitir el incremento de personas portadoras del gen que causa la enfermedad.

Si la medicina considera que las enfermedades son males (y no sólo caprichos mutantes de los misteriosos caminos de la evolución) y es mejor en lo posible impedir su expansión; entonces las personas con enfermedades genéticas graves deben evitar reproducirse si hacerlo conlleva un grave riesgo de propagar la misma enfermedad a su descendencia. Al igual que se combate un incendio forestal mediante la tala de los árboles circundantes para evitar que el fuego se propague, la única manera efectiva de reducir la presencia de un gen defectuoso en una especie es impedir que se propague y dejarla morir con el cuerpo que lo contiene.

Esto no quiere decir que las personas con enfermedades graves deban ser abandonadas a su suerte; la medicina debe atenderlas y hacer lo posible por paliar su sufrimiento, pero a la vez debe ser firme en impedir que dichas personas se reproduzcan. Aunque una medida extrema sería la esterilización de dichos individuos, lo mejor sería que éstos se abstengan de tener hijos voluntariamente una vez conscientes de las posibilidades reales de traer hijos enfermos al mundo. Personalmente, creo que tener hijos, sabiendo que las posibilidades de que nazcan sanos y tengan vidas plenas son mínimas, es de un egoísmo obsceno.

Por otro lado, creo que la aproximación que tiene la sociedad moderna hacia la enfermedad, la decadencia física y muerte es equivocada. La decadencia física es natural y la muerte inevitable, y lo normal es que la muerte suceda por accidente o enfermedad. Se intenta erradicar las enfermedades como si ello fuese una victoria contra la muerte cuando lo único que la medicina puede hacer es postergar la muerte hasta cierto punto. La obsesión por mantener un cuerpo vivo puede llegar a extremos espantosos condenando, en algunos casos, a una persona a vivir en condiciones indignas conectada a la vida a través de una máquina. Se reduce el valor de la vida a sus funciones orgánicas primarias cuando vivir debe ser algo más que sólo respirar.

El organismo tiene una caducidad interna programada y las investigaciones que se hacen para intentar manipular el mecanismo que ocasiona el envejecimiento pueden ser, desde el punto de vista científico, muy interesantes, pero si algún día la decadencia de los órganos pudiese evitarse prolongando sustancialmente el tiempo natural de una vida humana, los efectos en la calidad de vida y la superpoblación serán sin duda catastróficos. La enfermedad, aunque perjudicial, tiene una presencia natural en la vida de los seres vivos y es además indispensable para mantener el equilibrio biológico. Como señala Daniel Soutullo, las enfermedades genéticas e infecciosas (accidentales) mantienen entre sí una inevitable dependencia1.

Por último, la ética debería tomar el camino que conduce al bien de la humanidad, (suponiendo, claro está, que todos estamos de acuerdo en que preferimos que nos vaya mejor que peor). Y actualmente, y desde hace buen tiempo, la ética ha tomado caminos equivocados y que además contradicen los hechos biológicos. Si asumimos, como cualquier biólogo respetable sostendría, que es un hecho biológico que permitir la supervivencia y reproducción de los débiles y enfermos incrementa la degeneración de la herencia genética de la especie humana; entonces deberíamos, ante tal hecho, revisar nuestras normas éticas para hacer algo por remediarlo, pues como advierte Monod: «El peligro, para la especie, de las condiciones de no selección, o de selección al revés, que reinan en las sociedades avanzadas, es cierto»1.

Hay que aceptar que el principio de igualdad no funciona en la lógica de la evolución, que como ya hemos visto opera de manera justamente contraria, es decir, se basa en la desigualdad como filtro y motor del cambio y la innovación. Ya no se trata de hacer el bien o el mal; sino que se trata, en realidad, de ir justamente más allá del bien y del mal y hacer lo que resulta eficaz. Si bien es cierto que la evolución humana está determinada inevitablemente por las prácticas culturales, y por lo tanto, el curso de la evolución está siendo constantemente modificado (el curso ciego que seguiría en caso no existiese la cultura), hay que procurar, en lo posible, que dicha modificación sea constructiva y no degenerativa.

Finalmente, será necesario decidir desde ahora el futuro genético de la humanidad. Está en nuestras manos favorecer futuras generaciones más sanas y vigorosas (y con ello seguramente más felices) o permitir generaciones débiles y genéticamente envilecidas víctimas de un irresponsable exceso de sentimentalismo e igualdad. Teóricamente ─aunque por ahora esta predicción pertenece más a la ciencia ficción─, si las actuales generaciones enfermas siguen transmitiendo sus genes defectuosos, en un futuro ─en términos evolutivos no muy lejano─, la proporción de genes malos aumentará frente a la de los genes buenos hasta engendrar seres humanos intoxicados, provocando con ello el posible colapso de la especie humana por envenenamiento genético. El camino de la igualdad ─supuesto valor supremo de la ética moderna─, significa en términos biológicos, el fin del sendero evolutivo y el inicio del camino hacia la extinción.

Referencias bibliográficas

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1 María Isabel Tejada, Genética médica y eugenesia, en: Romeo, Carlos (ed) La Eugenesia hoy, Bilbao, Cátedra de Derecho y Genoma Humano-Editorial Comares, S.L. 1999, P. 156

2 «La evolución natural de las enfermedades es acabar con los individuos por fallecimiento, con mayor predisposición a las mismas, lo que ya Darwin llamó en su día la selección de los más débiles. Por lo tanto, como la medicina combate las enfermedades, cualquier intervención médica es esencialmente disgenésica ya que, curando, tratando o erradicando enfermedades se consigue que sobrevivan y procreen individuos con un mayor lastre genético». (La eugenesia hoy, p. 157)

1 «La selección natural ha sido obviamente interrumpida desde el momento en que salvamos a personas que, por causa de enfermedades genéticas, no podrían haber sobrevivido y reproducirse (pero que ahora podrán hacerlo). Uno piensa, por ejemplo, en varios tipos de diabetes, enfermedad que se sabe tiene una causa genética. Hoy los diabéticos pueden vivir plenamente, de una manera activa, y reproducirse, gracias a la insulina. Sin embargo, esto quiere decir que ahora están transmitiendo sus genes defectuosos, mientras que en caso contrario éstos habrían muerto también con ellos. Por tanto, en este sentido estamos alterando el curso de la evolución humana, ya que estamos preservando a la gente de los efectos de la selección natural». (Ruse, Sociobiología, Madrid, Cátedra, 1983, p. 293)

2 «En las enfermedades monogénicas dominantes, si las personas que llevan un gen anómalo deciden no reproducirse se eliminaría esa mutación y se debería ver una reducción de la incidencia de algunas de esas enfermedades. Sin embargo, este efecto no parece haberse observado, pues en general, muchas enfermedades dominantes son de aparición tardía y para cuando se diagnostican, el individuo ya se ha reproducido. En otras que son más graves y los afectados ya no llegan a reproducirse, suelen ser a menudo neomutaciones que siguen apareciendo». (La eugenesia hoy, p. 161)

1 Ibid p. 168

2 Recordemos que la mutación génica, como afirma Julian Huxley, «aunque sea un fenómeno raro, parece explicar la mayor parte de lo que es realmente nuevo en la evolución». Sin mutaciones no sería posible evolución alguna, los genes se replicarían eternamente. Las mutaciones son azarosas y las que logran fijarse en la cadena génica ─y por lo tanto introducen cambios reales en la dirección evolutiva─ son las que se adaptan mejor al ambiente; una mutación desafortunada tendría que ser paulatinamente eliminada por efectos de la selección natural.

3 «Veamos como ejemplo la fibrosis quística del páncreas: se trata de la enfermedad recesiva más frecuente en la raza blanca (y ataca mayormente a los niños) [...] el descubrimiento del gen y de sus mutaciones se logró el año 1989, se está investigando intensamente en el tratamiento y en posibles terapias, consiguiendo unos avances espectaculares: hemos visto duplicar la supervivencia de estos pacientes y aumentar su calidad de vida, de tal manera que ahora nos piden consejo genético jóvenes con la enfermedad que desean casarse y tener hijos, algo impensable hace 20 años y no descrito en ningún manual clásico de Pediatría. Pues bien, se ha calculado que si todas las personas afectadas por fibrosis quística pudieran sobrevivir y reproducirse con una tasa normal, la incidencia de la enfermedad se elevaría de 1 por 2000-2500 a 1 por 1500 en aproximadamente 200 años». (La eugenesia hoy, p. 181)

1John Harris, Supermán y la mujer maravillosa. Las dimensiones éticas de la biotecnología humana, Madrid, Tecnos, 1998, p. 32

1 Suzuki D y Knudtson P, GenÉtica, Conflictos entre la ingeniería genética y los valores humanos. Madrid, Tecnos, 1991, p. 160

1 Los autores utilizan como ejemplo el caso de la enfermedad de célula falciforme, una rara afección genética que se encuentra básicamente en poblaciones negras de África. Lo interesante de este caso es que las personas que cargan dicho genotipo, al parecer, tienen como ventaja una mayor resistencia a la malaria.

1 El argumento es análogo a la paradoja contra la tesis histórica de Marx; si la lucha de clases es el eje del movimiento histórico, la supresión de dicha lucha (la supuesta igualdad social) significaría el fin de la historia.

1 En Harris, Supermán y la mujer maravillosa, p. 236

1 «Las enfermedades genéticas no son más que una parte de las dolencias que padecen las personas, siendo algunas de ellas particularmente importantes como la diabetes o el cáncer, sin embargo, tanto el número como la incidencia de las mismas es muy inferior al de las enfermedades infecciosas. Dentro de éstas últimas un buen número ─tal vez la mayor parte─ están condicionadas por factores genéticos de los individuos, como es el mostrar una mayor resistencia o susceptibilidad a ciertos agentes infecciosos». (Soutullo, De Darwin al ADN, Madrid, Talasa, p. 110)

1 Monod, Jacques, El azar y la necesidad, Barcelona. Tusquets, 2000, p. 166