domingo, 10 de febrero de 2008

LO QUE EL MAR SE LLEVÓ

Crónica de un terremoto y un tsunami en Pisco, Perú


George Clarke Paliza

Madrid, Octubre 2007


Puesto que mi capacidad para ser original es limitada, tendré que empezar con una reflexión del lugar común: las tragedias son siempre de otros. La muerte, la enfermedad y todas aquellas cosas que leemos con una morbosa curiosidad en los periódicos y en los noticieros sensacionalistas no nos pertenecen, o al menos eso queremos pensar. Tal vez, muy en el fondo, aún creemos que el infortunio es para aquellos que Dios ha abandonado por alguna oculta e incomprensible razón. En cualquier caso, lo primero que hay que reconocer es que la tragedia es común y corriente y está siempre al acecho. Sobrevivirla es cuestión de suerte y tal vez también de ciertas decisiones afortunadas y la simpatía de algún viejo dios del derrotado politeísmo antiguo. De existir dioses y de creer en ellos, yo siempre me hubiese declarado politeísta.

Es curioso decir que fue afortunado que yo estuviese en Pisco aquel miércoles 15 de agosto del 2007 en la tarde, pero es comprensible dado que mis padres viven solos en una hermosa casa frente al mar en San Andrés y al menos pude ayudarles cuando la tierra tembló y el mar se salió. Pude escuchar el estruendo previo al terremoto que también he oído muchas veces en anteriores temblores, pero siempre pensamos que éste no será «el grande» sino solamente otra pequeña sacudida en la siempre inestable superficie del planeta. Me quedé parado bajo el marco de la puerta más cercana, lugar que siempre entendí es uno de los más seguros. Si se cae la pared al menos quedará el marco de la puerta. Pero el temblor no paraba y ya parecía haber dejado de ser un modesto temblor para ser algo que llaman terremoto y que yo nunca había experimentado antes; algo que había construido a partir de abstracciones teóricas aprendidas de los libros de historia y geología y de una visita fugaz a Yungay hace ya muchos años. Recuerdo que tomé algunas buenas fotos al viejo autobús escolar que aún sirve de testimonio de la destrucción de aquel pueblo serrano. También he oído sobre un gran terremoto en Lisboa en 1755 que también tuvo mucha prensa por ser tema de muchos intelectuales de la época, incluyendo al viejo Voltaire (obviamente, también he oído hablar de otros grandes terremotos más recientes, pero estos sucesos son olvidados rápidamente por ser noticias contemporáneas, y como tales, son víctimas de la trivialización de la información debido a la conocida superficialidad con que asumimos las tragedias cotidianas en el mundo globalizado). En fin, fue mi primer terremoto con tsunami incluido y sobrevivirlo me da el derecho a contarlo desde mi propio e irrelevante punto de vista, como cualquiera.

En caso se pudiera juzgar a la Tierra por sus violentos e inesperados movimientos, habría que recriminarle sobre todo por moverse de noche. Apenas comenzó el terremoto hubo apagón. En la oscuridad sentía la tierra moverse mientras me aferraba como podía al marco de la puerta. Se escuchaba el ruido de objetos cayendo y haciéndose añicos en el piso; botellas, adornos y todas esas cosas que forman parte del escenario cotidiano y que por ello precisamente ya no vemos hasta que están rotos en el piso. Todo lo nuevo debe dejar su condición de novedad hasta pasar lentamente a lo habitual y cuando nos habituamos a las cosas ya no las vemos, tal como nunca recordamos el color de la casa del vecino, ni nos importa. La única ventaja del terremoto de noche es la visión del famoso resplandor en el cielo. He leído algunos artículos científicos sobre el fenómeno y al parecer aún no se tiene una explicación definitiva. Como estuve dentro de la casa no vi las luces y tampoco las he visto luego en Internet, tal vez porque me molesta ver una reproducción tan pobre. Hay cosas que no deben verse si no es en su verdadera dimensión. Cabe imaginarse el terror y las apocalípticas interpretaciones de nuestros antepasados ante la contemplación de las luces en el cielo mientras la tierra se sacudía. No hay duda de que tal comportamiento permite presagiar el fin del mundo. Es curioso, si el mundo algún día se acabara, me gustaría estar ahí, sólo como espectador, de esos que se quedan respetuosamente sentados en la butaca hasta que desaparecen los créditos en la pantalla.

Cuando el movimiento por fin terminó busqué velas y nos juntamos todos, mis padres y mi sobrina de dieciocho años. Nadie resultó herido y la casa no parecía haber sufrido mayores daños. El piso de la cocina estaba mojado con botellas rotas de pisco, vodka y otras bebidas similares. Nos reunimos todos en la sala como lugar de reunión para emergencias. Curiosamente, la sala es el lugar de la casa que menos usamos y nos pareció apropiado utilizarlo en este caso, dado que era algo grave y nuestra sala siempre se ha usado para reuniones de cumpleaños, Navidad y otros eventos serios e inevitables. Entonces llegó el mar por debajo de la puerta. Primero despacio pero a paso decidido, sin previo aviso ni permiso; luego más rápido y con una fuerza descomunal. Subimos corriendo todos al segundo piso para ponernos a salvo. Afortunadamente, hace muchos años mis padres tuvieron la buena idea de construir la cocina y el comedor en el segundo piso, ya que sabemos bien que la cocina es el centro social de la casa. Desde el balcón pudimos observar aterrados cómo el mar invadía el jardín, tumbando el muro exterior entrando a la casa destrozando las puertas y las ventanas a su paso. Por las noticias de anteriores tsunamis habría esperado una ola gigantesca que debería barrer todo en su camino, pero en este caso no hubo colisión con una ola gigante sino una rápida marea alta, es decir, el mar subió de nivel a una velocidad increíble y naturalmente la presión que ejerce tal masa de agua es capaz de derribar cualquier obstáculo. El mar inundó la casa hasta más de un metro de altura destruyendo los muebles y la valiosa e irreemplazable biblioteca científica de mis padres. Recuerdo haber ayudado a mi padre a escapar del agua que se metía bajo la sala mientras él se preocupaba por salvar primero sus cigarrillos y su vaso de pisco que pensaba merecían acompañar tal evento. Yo insistía en que dejara todo porque no era importante, pero él insistió (perdiendo valiosos segundos) y ahora entiendo que eso, aunque suene trivial, sí tenía una importancia difícil de entender. El imperio de las formas y los conceptos puede ser tan tiránico como el mundo de los hechos. Lo cierto es que las formas y los significados tienen algo indescifrable e indescriptible que escapa al mundo fáctico, y precisamente quizás sea esta parte la que hace que podamos poner nuestra vida en peligro por pensar en salvar aquel conjunto de objetos imprescindibles que nos permiten encontrar seguridad en un mundo impredecible. Desde la escalera pude ver el agua entrando y luego retirándose llevándose cientos de pequeños objetos flotantes al mar abierto. Recuerdo haber salvado absurdamente algunos libros en el camino, como si eso pudiese remediar en algo la grandiosa destrucción en el interior de la casa. Desde el balcón veía el mar en el jardín. Fue una imagen surrealista que nos recuerda aquel cliché que sostiene que la realidad supera la ficción. Es curioso, no creemos estas cosas hasta que las vemos. Mientras observaba el mar en el jardín de mi casa también sentí el miedo a lo impredecible. Por teoría sabía que el mar no subiría hasta el segundo piso, y con aquel argumento intentaba tranquilizar a mi familia, pero en realidad nunca se sabe...

A pesar de todo hubo belleza en aquella tragedia. La contemplación del mar en el jardín; la unión de la tierra con el mar; la sensación de convertirse en una isla o en un barco naufragado. En el jardín hay una cola de ballena de tamaño natural que se hunde en el pasto, como si éste fuese un mar verde. Una escultura que hice hace muchos años en cemento para mis padres, ambos biólogos marinos especializados en ballenas. Ahora, por primera y probablemente única vez, la ballena había nadado en el mar; el mar se había acercado hasta rodearla y esta imagen era indudablemente estremecedora. Recordaba la vieja teoría sobre lo sublime de Kant, aquélla que decía que lo sublime se aprecia cuando vemos fuerzas de la naturaleza que no podemos controlar; esa contradictoria sensación de agradable abandono ante lo inevitable. Pero la belleza de aquella fuerza ciega y brutal sólo puede apreciarse cuando somos espectadores, cuando nuestra propia vida no corre peligro. En este caso no pude apreciar plenamente esa belleza porque formaba parte del todo y estaba demasiado comprometido con el peligro de lo real.

Aquella noche nadie durmió pues las réplicas se sucedían casi cada diez minutos. De nuevo, teóricamente yo sabía que las réplicas siempre eran menores que el terremoto inicial, así que confiaba en que sus consecuencias no serían tan comprometedoras. Bajé con una linterna en la casa para evaluar los daños y para buscar además colchones secos, almohadas y algunas cosas básicas para acampar en el segundo piso. Realmente la casa parecía un naufragio. Era imposible no ver cierta ironía en el hecho de que mis padres eran estudiosos del mar y que el mar de repente decidiera un día destruir los libros y las cosas que habían escrito sobre él. Desde entonces acampamos arriba y recuerdo que mi padre, que tiene ochentiocho años, se negó a dormir sobre el colchón en el piso porque hacerlo significaría arrugar su terno. Durmió sentado en un sillón de paja durante dos noches consecutivas para conservar nuevamente la pureza de las formas. Reconozco una extraña envidia y admiración en esa capacidad para mantener las formas en casos tan extremos. Yo, que siempre he pensado que gozaba de lo que Nietzsche llamaba «el pathos de la distancia» ─cierta distancia estética ante las cosas que me permitía aguantarlas─; que alardeaba de cierto cinismo estético que me alejaba del sentido de compromiso con lo real, había pasado a pertenecer a la simple, inmediata y dura realidad. La seriedad con la que mi padre se negaba a dormir sobre el colchón por temor a estropear su terno revelaba en este caso, no un vanidoso e inmaduro cinismo estético ─como podría ser el mío─, sino un auténtico posicionamiento estético del mundo que ya ha superado toda presunción. Es interesante descubrir que existe gente que sin ser artista en un sentido académico tiene una visión mucho más estética del mundo que muchos artistas de formación.

La realidad se dejó ver al amanecer. El jardín sin pared se extendía hasta la calle; las plantas terrenales se mezclaban con la flora marina; extrañas criaturas marinas yacían varadas sobre la yerba quemada por el agua salada; indescriptibles masas amorfas ─que luego descubrí eran huevos de pescado─ se enredaban con los objetos que el mar abandonó. Al lado de la casa una gran lancha estacionada en la puerta como si fuese un automóvil. Fue cuestión de suerte que esa lancha no hubiese entrado unos metros más hacia la derecha. El mar se veía por todas partes, imponente, decidido e insolente, pero ya en su sitio. Luego llegaron familiares y amigos que acudieron trayendo víveres y todo tipo de ayuda imaginable. Indudablemente éramos damnificados privilegiados. Nuestros amigos nos traían también noticias sobre la destrucción en Pisco. Paradójicamente, nosotros que habíamos vivido el fenómeno en primera persona éramos los menos enterados de lo que había sucedido alrededor. Lejos, protegidos en sus casas y sobre tierras menos movedizas, la gente veía las imágenes de la destrucción en el televisor y tenía más datos de las consecuencias que nosotros, damnificados en la casa inundada. Mis padres y mi sobrina fueron evacuados a Lima y me quedé en la casa con mis hermanos y mi cuñado para dedicarnos a la tarea de sacar toda el agua estancada y retirar los escombros, que eran en realidad casi todas las pertenencias de la casa. Durante aquellas dos semanas atrincherados en casa pude observar cosas interesantes sobre el comportamiento del ser humano en caso de emergencia. Quizás lo más obvio y celebrado es el sentido de solidaridad ante la desgracia ajena. Pero al cabo de unos días vi que esa solidaridad se desvanecía lentamente, como si cuando vemos que la gente ya tiene algo que comer y beber y no está tan mal decidimos que ya no es necesaria más ayuda (y pensamos ¡búscate la vida!, como dicen en España). Inevitablemente, porque somos humanos, volvemos a nuestro egoísmo habitual. Esto no es ningún reproche sino una observación objetiva de la naturaleza humana (suponiendo que tal cosa exista y fuese además objetiva).

Sin duda, los peores días fueron los primeros inmediatamente después del terremoto. Una ciudad sin Estado vuelve, tal como había sentenciado Hobbes, a la guerra de todos contra todos. Sin Estado se regresa a una situación salvaje. Lo más temible era la idea de ser saqueados o asaltados por bandas de delincuentes. Si las cosas se ponían muy feas teníamos la posibilidad de cerrar la casa y ser evacuados todos en avión a Lima, pero la consigna era atrincherarnos en la casa y defenderla hasta donde sea posible. Además teníamos un perro y seis gatos que cuidar y abandonarlos era impensable. Pero la amenaza era tan real que tuvimos que esconder nuestras billeteras y documentos en los lugares más absurdos que cabía imaginar. Felizmente la turba nunca visitó la casa. Tres días después del terremoto dos hombres nos visitaron en un viejo escarabajo Volkswagen preguntando por mi familia. Eran empleados de una fábrica textil en Pisco cuyo dueño era el padrastro de una amiga mía. Ella había enviado a aquellos hombres a preguntar sobre la suerte de mi familia y si es que necesitábamos alguna ayuda. Les pedí una carretilla y lampas para la limpieza de los escombros. Me dijeron que debía acompañarlos a la fábrica para sacar la carretilla y las lampas. Subí al asiento trasero del beetle y al llegar al límite entre Pisco y San Andrés vimos un grupo de gente que intentaba detener los automóviles para quitarles los posibles víveres que podrían llevar. Luego me enteré de que los dos hombres eran ex policías y trabajaban como guardias de seguridad para la fábrica del padrastro de mi amiga. Ambos sacaron sus pistolas automáticas y realizaron varios disparos al aire para dispersar a la pequeña turba que intentaba interrumpir nuestra marcha. Fue la primera vez que veía y oía disparos a tan corta distancia. Recuerdo aún el golpe seco y el violento culatazo de las pistolas tras los disparos; la expresión de temor y decepción en las caras de nuestros frustrados asaltantes. En el momento de los hechos todo parece irreal, es sólo un rato después que es posible asimilar el peligro real de la situación. Decidí no pensar demasiado en la escena hasta llegar a salvo a casa. Detrás de la precaria seguridad de nuestra artificial vida civilizada vivir sigue siendo una tarea peligrosa e incierta.

Dos semanas de limpieza profunda, de vida de obrero. Había que levantarse con el sol y acostarse temprano a la luz de las velas porque de noche no se podía hacer nada. Dos semanas sin lecturas, sin música, sin duchas, sin teorías ni abstracciones. El cuerpo sucio y la barba creciendo como un náufrago. Hay que bañarse cada tres días con balde y como gato. Me preguntaba qué tanto se tiene que dejar de hacer para perder la dignidad y en realidad qué tanto importaba perderla (porque definitivamente, si la pierdes es porque ya ha dejado de ser importante). Unos días para retornar obligatoriamente al tiempo de los ciclos naturales, a escuchar de nuevo el sonido del mar y del viento. No puedo sino pensar en un amable retorno romántico a la naturaleza, pero más que esa visión rousseauniana del buen salvaje, había algo mucho más profundo; había sentido en carne propia la oposición entre lo inmediato y lo mediato. Esos días de trabajo físico ininterrumpido habían servido de nexo indisoluble con la realidad inmediata, dura y descarnada. El mundo real golpeando en la cara en cada instante. Antes, yo, como muchos otros, podía vivir en el cómodo mundo de lo mediato, interponiendo entre ese mundo demasiado real, mis lecturas, mi música, mis ideas y absurdas teorías. En alguna parte leí que el viejo Goethe decía que «el hombre de acción es siempre inconsciente, nadie tiene consciencia, salvo el que observa». La cita intenta explicar la vieja oposición entre la acción y la reflexión. Actuar en el mundo exige cierta necesaria falta de reflexión sobre lo actuado, la reflexión sólo viene después; en este sentido también se instala lo inmediato como acción y lo mediato como reflexión. La paradoja también me trae a la mente la metáfora de un antiguo profesor de filosofía quien me explicó que la oposición entre el hacer y el pensar era fácilmente comparable con el baile. Bailar de verdad exige un dejarse llevar, un estado de abandono mental para dejar paso al cuerpo y la música; pero cuando estamos preocupados por nuestros movimientos y estamos pensando si lo estamos haciendo bien o si estamos haciendo el ridículo, entonces ya no bailamos. Estamos pensando sobre lo que hacemos y al hacerlo finalmente no estamos haciendo nada. Esta metáfora siempre me gustó porque he sentido tantas veces estar haciendo cualquier cosa en una pista de baile menos bailar. Sin embargo, al menos puedo decir que en mi vida he realmente bailado dos veces, que no es mucho pero al menos ahora sé que soy un hombre que baila (lo que no es poca cosa, y por supuesto, ¡nadie me quita lo bailado!). En todo caso, como decía, tenemos el lujo de vivir en nuestra burbuja, cómoda y apacible, hecha, claro está, a nuestra justa medida. Debo dejar claro que tal mundo artificial es necesario y plenamente justificado, pero de cuando en cuando creo que es sano retornar a esa realidad física irreductible que, libre de toda refinada corrección política, nos dice cómo son las cosas a la cara sin contemplación alguna.

Ah, el Estado. Pobre. Recuerdo como, en los oscuros años ochenta, nos exigía pintar la fachada de la casa en Fiestas Patrias y nos ordenaba colocar una bandera peruana en el techo. Recuerdo sin nostalgia alguna los desfiles militares de la ahora destruida avenida San Martín y cómo, cuando fui colegial, tuve que pararme durante horas bajo el sol para pasar unos segundos marchando con insignificante gallardía delante de la tribuna de honor. Días de escarapelas y guantes blancos. La ceremonia era larga, solemne y gris como el cielo invernal. ¡Cuántas pomposas tonterías nos obligaban a hacer en aquellos tiempos! (y sin duda, ahora las seguimos haciendo). Pero el Estado pasó muy pocas veces por delante de nuestra casa sin muro exterior, y un día nos preguntamos sorprendidos: ¿y dónde está el Estado? (tal vez más sorprendidos por la formulación de la pregunta que por la misma ausencia del Estado). ¿Dónde estaba ahora todo ese poder estatal, el ilimitado poder de las fuerzas armadas que ocasionalmente surcaba el cielo de Pisco en aviones de combate supersónicos rusos y franceses reventando sin piedad nuestros delicados tímpanos provincianos? Desde el comienzo de la tragedia no contábamos con la ayuda del Estado, ni siquiera imaginado, sabíamos bien que cualquier ayuda llegaría directamente de familiares y amigos cercanos. De hecho, sin la inmediata asistencia de nuestros familiares probablemente hubiésemos muerto de hambre y sed esperando la llegada del bienhechor Estado peruano. Lamentablemente mucha gente si creyó en esa ayuda y la pasó muy mal. Un día nos llegó el rumor de que el Estado no pasaba por nuestra casa con su ayuda porque había decidido que nosotros no calificábamos correctamente como damnificados dado que nuestra casa era grande y seguía en pie. El hecho de no tener pared exterior y estar inundada con agua salada en estado de putrefacción no parecía impresionar demasiado. Al parecer, para ser un damnificado propiamente dicho había que ser muy pobre y no tener casa ni nada. Obviamente, es justo y natural que el Estado ayude primero a la gente que no tiene nada, pero no deja de ser grotesca la discriminación a la que fuimos sometidos por aún tener casa, ser «blanquitos» y no ser suficientemente pobres a pesar de haber perdido prácticamente todos los bienes de la casa. Hay que reconocer, en cambio, que dos días después del desastre, llegó agua en un camión cisterna y un servicio de fumigación que sí fue muy acertado considerando la cantidad de bichos y extraños seres microscópicos marinos y terrestres que habían tomado la casa. Un buen día un vecino nos trajo lo que llamó «nuestra donación por parte del Estado», algo para lo que sí calificábamos sin duda alguna. Traía una bolsa que contenía una frazada, una lata de leche, una lata grande de atún y alguna otra cosa (creo que galletas de agua a granel que no estaban nada mal). Quedé muy conmovido. Por fin el Estado se había acordado de nosotros a pesar de nuestra incapacidad para ser buenos damnificados. Rápidamente decidí apoderarme de la frazada porque por la noche era tranquilizador saber que el Estado peruano me estaba abrigando y protegiendo contra el frío y los impredecibles infortunios y monstruos que dominaban la oscuridad.

Y ahora tendré que citar otro lugar común: los desastres naturales ocurren siempre en los países más pobres. Esto se ha citado mil veces, pero por alguna extraña razón parece ser cierto. Terriblemente cierto. Y recuerden que si bien el desastre del huracán Katrina ocurrió en el país más rico del mundo, ocurrió también en una de las zonas más pobres y olvidadas de dicho país. Recuerdo que durante la primera semana del terremoto un militar de la fuerza aérea de Pisco nos contó que habían llegado incontables toneladas de ayuda internacional al aeropuerto militar pero que lamentablemente faltaban manos para repartir dicha ayuda y sobre todo una mente lúcida para hacerlo inteligentemente. En los desastres futuros deberíamos pedir no sólo donaciones de víveres, ropa y medicinas, sino también personas capaces de repartir las donaciones correctamente. En fin, debemos ser realistas, un país pobre con una estructura estatal obsoleta, burocrática y en quiebra no puede hacerse cargo de un desastre de tal naturaleza. Esto es algo que hemos sabido todos desde siempre. Claro está que con esto no intento excusar la ineptitud del Estado peruano para asistir a sus ciudadanos en desgracia, pero hay que recordar que dicha incapacidad es intrínseca al Estado por formar parte de sus características habituales. De ninguna manera existe alguna razón lógica para esperar alguna milagrosa mejoría en un caso de emergencia. Lo que sí es muy condenable es la demagogia del presidente Alan García ante la irreparable ineptitud de su gobierno. Disfrazar el fracaso con ese obsoleto orgullo del Estado «con buenas intenciones pero lamentablemente pobre pero honrado» sí es de una desfachatez inaceptable.

Sí, reconozco que tuve miedo. Tuve miedo de sufrir una profunda transformación espiritual. Pensé que tal vez ahora cambiaría para ser un hombre distinto, más solidario, más comprometido con la realidad y con los problemas del mundo. En resumen, sentí el temor de convertirme en un hombre bonachón, dócil e inofensivo, o lo que es peor, un santo. Luego pensé que mi cinismo estético había sido barrido por el tsunami y que ya no podría ver el mundo con esa privilegiada distancia estética desde donde los colores son más alegres y hay menos tristeza, fealdad y dolor. Después, al darme de cuenta de tal lamentable posibilidad, comprendí que estaba salvado; la misma preocupación ya revelaba cierta mejoría. Ahora creo que ya me he recuperado y he vuelto a cierta normalidad. Sin embargo, sí ha habido un cambio. Indudablemente, la experiencia me ha obligado a revisar ciertos principios y conceptos que antes pensaba eran importantes. El proceso ha traído como resultado una trivialización a gran escala de muchas cosas que antes se disfrazaban de seriedad, como si el movimiento de tierra y mar hubiese servido para una gran limpieza conceptual. Lo que intento decir es que no sólo fueron las estructuras físicas las que colapsaron con el terremoto y la salida del mar, sino que el movimiento sirvió para derribar un monstruoso edificio de débiles ideas y razonamientos (obviamente, sin cimientos) que había sido construido a partir de temores, dudas, ignorancia, inercia y simple repetición. Creo seriamente que el colapso de tal construcción de debilidad mental y trivialidad es ventajoso para todos. Obviamente, lo que cada uno considera importante o trivial depende de cada caso. En mi caso sólo diré que creo que mantenerse vivo ya es bastante mérito y que entre tanta banalidad creo que tenemos el derecho de elegir las cosas que son importantes y cuáles no. Sabemos que en el mundo no existen valores a menos que los inventemos. El Estado es incompetente y cobarde cuando le toca asumir el mando; teme al individuo y por eso crea valores colectivos para mantener un rebaño bien formado, obediente, sumiso y uniforme. Pues bien, ante eso tenemos el inviolable derecho de crear valores según nuestras propias creencias. Creo que esto es un derecho fundamental del sobreviviente damnificado. En mi caso, el cambio ha significado un retorno al inaprensible valor de las formas y los conceptos; esa fascinante preocupación que no entendía cuando mi padre se negaba a escapar de las aguas sin sus objetos más preciados. Al fin y al cabo, literalmente todo lo que hemos construido se puede perder en dos minutos y medio o se lo puede llevar el mar en una noche oscura. Finalmente, como muchos otros, ahora tengo menos cosas que llevar en la espalda. Pero sin duda lo que queda compensa plenamente y con buen humor todo lo perdido, todo lo que el mar se llevó.