domingo, 9 de marzo de 2008

Viejas costumbres

Por: Mónica Kreibohm


Dura lex sed lex

“Y vino el oficial

le allanaron el pecho

se instruyó sumario contra sus ojos

y encontrándolo hambriento de futuro

lo declararon culpable”.

Roberto Santoro, poeta argentino desaparecido




En un libro de Mark Twain aparece un concepto que raya con la ironía de nuestra realidad. Interdicto: “En el derecho romano, la interdicción de fuego y agua era una pena que se imponía a los autores de determinados delitos (peculado, envenenamiento), y consistía en la privación de las cosas más indispensables de la vida corriente, con lo que forzaba a los condenados a desterrarse voluntariamente”. Y la risa es insostenida, se estalla sobre la página.

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Veamos por parte por qué sucede esto: primero que esta pena es aplicada a personas que cometen peculado, es decir, una clase de robo de los bienes públicos que esa misma persona administra. Por lo tanto, ante nuestra realidad, esta pena debería cumplirla cuanto funcionario público detente la mano en la lata. Sin embargo y con hartas pruebas, el paso del tiempo demuestra que quienes sufren la pena del interdicto son más de la mitad de los 6000 millones de almas que pueblan este planeta.

Segundo, cada uno de nosotros, en algún momento de nuestra latinoamericana vida, cae en la tentación de rumbear hacia lugares más amables, leáse Europa, Estados Unidos. Y ahí otra vez el cumplimiento del interdicto: tácitamente estamos obligados a emprender la retirada voluntaria. Destierro voluntario, ¿acaso esa voluntad impuesta por la privación de lo indispensable para la vida humana, puede llegar a ser una elección? ¿No conserva esta voluntaria decisión en su origen un determinismo que nos es impuesto gratuitamente, sin crimen cometido? ¿Qué culpas andan pagando los miles de paraguayos, argentinos, ecuatorianos, colombianos, mexicanos y todos los anos en España?

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Para la burla existencial, somos nosotros, tú y yo, quienes estamos condenados a vivir en el absoluto ejercicio de la supervivencia cada uno de nuestros días.

Existe la vida en medio de la muerte. Míseramente cada día respiramos, comemos, estudiamos, viajamos en colectivo, cruzamos calles, caminamos, corremos la coneja, pagamos, nos pagan, invertimos, nos divertimos, jugamos en las plazas, dormimos, nos sentamos, nos emborrachamos, amamos, nos cuidamos, nos descuidamos, nos abramos, nos miramos, sufrimos, lloramos, reímos y volvemos a despertar. Sostenemos la vida de un hilo finísimo a punto de rasgarse. Y votamos en una libertad de hecho que detenta un sistema perverso hecho de gritos y reclamos por tanta injusticia anudada en el estómago. Pero así y todo no nos cansamos. Seguimos caminando por muy arrodillados, en cuclillas, tambaleantes y tirados que nos tenga la poderosa mano. Vivimos empujados por la tiranía que guía este ejército de cristos cadavéricos: nosotros. Un puñado de vidas rayanas a la esperanza y el olvido.

En la esperanza de que esto algún día cambiará. En la esperanza de que construimos algo por muy nimio que parezca. En el olvido del valor de nuestra existencia por el patrón de turno, pero en la memoria de cuánto vida respire por mucho que la ahorquen. En la esperanza de que alguien por mi y por vos recordará cifras, hechos, momentos que nos ayuden a comprender un poco más lo que nos sucede. Una memoria difusa, pero memoria que retenga para el futuro la nomuerte, la nomiseria, el noacepto, el nomeimpongas, el nodeterminismo de mi existencia porque te grito bien fuerte con mi vida que ya no quiero pagar la culpa de tu interdicto. Que andamos aprendiendo cómo y a quién decirle tu condena será el destierro.

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Aunque todavía falta. Todavía se demora. Sin embargo resistimos, sostenemos, retenemos, confirmamos, confabulamos la llegada de días rojos por muy grises que sean estos tiempos. “Somos seres humanos, casi pájaros, actores privados y públicos”, dice Bolaño en un poema que se desdibuja en mi recuerdo.


Mónica Kreibohm
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