George Clarke Paliza
La naturaleza es moralmente indiferente, en ella se da tan sólo lo «fuerte» y lo «débil». En la palestra de la vida entendida de modo biológico rigen unas «virtudes» distintas de las morales. La naturaleza está más allá del bien y del mal.
El mal, Rüdiger Safranski
Introducción
Darwin ya había anunciado en El origen del hombre que el proceso de civilización occidental estaba frenando el trabajo de la selección natural permitiendo que los individuos menos favorecidos, física y mentalmente, se reproduzcan indiscriminadamente perjudicando la descendencia de la especie humana. En las últimas páginas de la mencionada obra Darwin afirma que «debía haber una amplia competencia para todos los hombres, y los más capaces no debían hallar trabas en las leyes ni en las costumbres para alcanzar mayor éxito y criar el mayor número de descendientes»1. Contrariamente a esta recomendación, la política de igualdad del Estado moderno protege a los individuos enfermos y débiles que sin su asistencia serían eliminados por la selección natural. El mundo civilizado invierte el orden natural y hace que los individuos con desventajas físicas e intelectuales sean, en muchos casos, extrañamente más «eficaces» que los individuos mejor dotados. La selección natural en una especie tiene como tarea decidir cuáles mutaciones serán favorables para sus portadores, y para ello es necesario, en principio, que haya variación; algunos individuos estarán mejor dotados que otros. Pero en la sociedad actual los individuos mejor dotados son neutralizados, igualados al nivel de la mayoría, y por necesidad todo proceso de igualación se hace a la baja. La igualdad es injusta para los elementos superiores. La civilización no permite que las ventajas naturales se impongan y como consecuencia las cualidades extraordinarias son desperdiciadas. Por otro lado, los detractores de las diferencias genéticas señalan que la diferencia no está en los genes, sino que las diferencias son un producto del ambiente y la cultura. Sin embargo, es obvio que no todos los individuos nacen con las mismas posibilidades físicas e intelectuales (porque las mutaciones en cada individuo son únicas e irrepetibles). La eugenesia galtoniana fue una medida que intentó corregir los males provocados por la falta de selección; aunque Galton no estaba directamente preocupado por la posible progresiva degeneración física (debilidad o enfermedad) de la población en general, sino que estaba preocupado, más bien, en preservar la superioridad física e intelectual del arquetipo de la «superior» raza inglesa, superioridad que debía explicar la posibilidad del Imperio Británico. La eugenesia galtoniana estaba explícitamente recubierta de ideología; y además una ideología que buscaba garantizar las conquistas del Imperio, y en la época tal ideología no podía ser injusta ni «políticamente incorrecta», sino todo lo contrario (es lo que se llama «el espíritu de los tiempos»); sólo mucho más tarde, los vencidos de la historia la calificaron como perversa.
Posteriormente, los nazis utilizaron la eugenesia como pretexto para declararse racialmente superiores y aplicar la «solución final al problema judío» y debido a estos excesos la eugenesia fue considerada una práctica malvada. Actualmente, la eugenesia ha recobrado cierto reconocimiento y ahora se discute la posibilidad de una eugenesia genética. Hoy en día es posible practicar la eugenesia negativa con los fetos que muestran síntomas inequívocos de la presencia de los cromosomas responsables de males, como por ejemplo, el síndrome de Down. Legalmente, en la mayoría de países civilizados, los padres tienen derecho a interrumpir el embarazo. Asimismo, con la eugenesia preventiva se pueden detectar otros males hereditarios en el feto para luego decidir si conviene detener su desarrollo. Las razones que tienen los padres para impedir que una persona nazca con males genéticos graves pueden ser morales, afectivos o de cualquier otra índole, pero biológicamente, las razones para interrumpir un embarazo defectuoso son muy importantes, no tanto para el individuo implicado, sino para las posibles generaciones futuras. Algunos críticos sostienen que considerar qué carga genética es favorable o desfavorable es subjetivo y arbitrario, pero es absurdo suponer que alguien podría pensar que es mejor estar enfermo que sano. Más aún, algunos preguntan qué significa estar enfermo intentando relativizar la definición de enfermedad creando oscuras confusiones conceptuales. Obviamente, tener una enfermedad degenerativa como la diabetes o el cáncer es estar enfermo y nadie reclamaría su «derecho a enfermarse».
El objeto del presente estudio es investigar si la imposición del principio moderno de igualdad está realmente minando el trabajo de la selección natural, tal como fue advertido en su tiempo, hace 150 años por Darwin. Si el peligro es real sería necesario, dentro de los reducidos límites de la ética actual, proponer posibles medidas correctivas. Existen buenas razones para sospechar que la especie humana podría estar dirigiéndose a su extinción por un exceso de piedad o sentimentalismo. Por lo general, se cree que la guerra, el odio y la desigualdad amenazan la supervivencia del ser humano, y resulta paradójico que también el exceso de justicia e igualdad terminen por degenerar a la especie. Según la actual ideología predominante es muy poco probable que la metafísica de la igualdad y la defensa de los débiles y enfermos se modifiquen. Al contrario, los Estados protegerán cada vez más a los individuos naturalmente menos favorecidos bajo el principio del Derecho y la no discriminación. La manipulación genética sigue siendo una manera de alterar la selección natural, pero dicha alteración ya fue hecha irremediablemente por la medicina y el exceso de asistencia social. La medicina actual estaría capacitada ya para la modificación genética de un individuo enfermo con el fin de erradicar el gen defectuoso de su programa genético e impedir así que la enfermedad se propague a su descendencia. Sin embargo, como advierten muchos detractores de esta medida, el remedio podría ser peor que la enfermedad, pues como veremos, alterar el programa genético del hombre podría traer como consecuencia una catástrofe evolutiva, por lo tanto, si eliminar los genes malos podría causar un efecto contrario al esperado, es decir, más daño que beneficio, sólo quedaría como posible solución permitir que el libre curso de la selección natural se ocupe de que los débiles desaparezcan para evitar el deterioro de las generaciones futuras. Para ello, será necesaria una revisión de las normas éticas, alinear (al menos en este caso) lo que llamamos «bueno» éticamente con lo que consideramos bueno para la especie en términos biológicos. Las siguientes páginas de esta investigación intentarán explicar por qué tal medida es justa, necesaria e inevitable si lo que buscamos es el bien de la especie. La especie no es, en este caso, una abstracción conceptual y estadística; la especie está representada en la vida de cada individuo, el bien de la especie será el bien del individuo; aunque para cada uno ─atrapado en la individualidad vivencial del eterno presente─, el futuro parece siempre lejano e improbable, y por lo tanto, ilusoriamente ajeno a nuestras decisiones personales. La naturaleza es amoral, selecciona y favorece a los organismos mejor preparados. La civilización actual, que desde
1. El principio de igualdad moderno
El fin de la selección natural en la especie humana empieza con la aparición de la cultura y el progresivo avance del principio de igualdad. La estructura metafísica moderna de los Derechos Humanos Universales permite que cualquier persona tenga derecho a la vida sin importar sus condiciones biológicas, condiciones que para la naturaleza son fundamentales. Será necesario analizar brevemente las características del principio de igualdad moderno para entender en qué sentido una idea, que al parecer es buena y justa, tiene efectos contrarios para los intereses del futuro de la humanidad. Kant sentenció en
La igualdad moderna fue promovida por la revolución burguesa del siglo XVIII. La burguesía logró conformarse como una clase social lo suficientemente fuerte como para enfrentarse al poder de la aristocracia que hasta el momento monopolizaba el poder y los derechos. Los burgueses, quienes eran principalmente comerciantes, necesitaban libertad para realizar sus negocios y por ello era necesario considerar a los hombres iguales en derechos. Al mismo tiempo, el origen divino que amparaba el poder de la aristocracia fue puesto en duda. El régimen aristocrático clasificaba a los hombres por su sangre y no por su talento y habilidades. Cuando la burguesía obtuvo el poder, los hombres ya no se diferenciaban por su origen sino por sus obras. Teóricamente, cualquier hombre, sin distinción de origen, podía desarrollar su talento en una sociedad libre e igualitaria. Los hombres con talento natural requerían de un Estado libre para desplegar sus habilidades. Cabe resaltar que los hombres sin nobleza que lograron desarrollar sus habilidades científicas y artísticas durante la monarquía fueron aquellos pocos que lograron ganarse el favor y la protección de algunos nobles ilustrados que apreciaban su talento. La igualdad entre ciudadanos (y el concepto mismo de ciudadanía) en los Estados modernos ha sido un proceso lento y acumulativo, desde la abolición de la esclavitud hasta el derecho del voto femenino, gradualmente, se ha buscado la igualdad de derechos en prácticamente todos los niveles. Las últimas barreras que quedaban por superar eran las diferencias entre sexos, y actualmente las diferencias de género apenas existen en materia de derechos y profesiones. El principio de hacer a los hombres iguales niega los antiguos valores aristocráticos donde cada hombre sabía su lugar en la sociedad, la igualdad moral invirtió, como denunció Nietzsche en
1 Darwin, El origen del hombre, Madrid, Edaf, 1989, p. 521
1 «La doctrina moderna de la igualdad [...] es un evidente producto del resentimiento. Pues, ¿quién no ve que tras la exigencia de igualdad, al parecer tan inofensiva ─ya se trate de la igualdad moral o de la económica, social, política, eclesiástica─, se esconde única y exclusivamente el deseo de rebajar a los superiores, a los que poseen más valor ─según la escala valorativa─, al nivel de los inferiores? Nadie que se sienta en posesión de la fuerza o de la gracia exigirá la igualdad en el juego de las fuerzas en ninguna esfera del valor. Sólo quien teme perder exige la igualdad como principio general. La exigencia de igualdad es siempre una especulación a la baja. Cuando los hombres son iguales, lo son por los caracteres de ínfimo valor. La idea de la “igualdad” como idea puramente racional no podría jamás poner en movimiento una voluntad, un apetito, ni un afecto. Pero el resentimiento, que no puede ver con alegría los valores superiores, oculta su verdadera naturaleza bajo la exigencia de la “igualdad”. En realidad lo que quiere es la decapitación de los que poseen esos valores superiores, que le indignan». (Scheler, Max, El resentimiento en la moral, Madrid, Caparrós, 1998, p. 122)